martes, 22 de abril de 2008

EL JOVEN DEL FARO 4ª Parte


Leí la carta con detenimiento. Una vez terminada de leer levanté la vista y vi a mi padre en la misma posición, cabizbajo y con la foto de mi madre estrechada entre sus manos. Me agaché y puse mis manos sobre sus rodillas, intentaba mirarle a los ojos, pero su mirada había desaparecido, él ya no estaba sentando en su sofá, ni siquiera estaba en la habitación y mucho menos en la isla. El, sin yo darme cuenta, se había ido y yo, por desgracia, no sabía dónde.

Seguí con una mano en su rodilla, con la otra le acaricié la mejilla. Con esos pequeños gestos intentaba decirle que no estaba solo, que me tenía a mí. Al final levantó la vista.

- ¿y ahora qué? – me dijo él – toda mi vida entregada a dar luz a navegantes perdidos y ahora… ¿quién me iluminará a mí?

En la carta ponía que el faro se cerraba, se había quedado anticuado e iban a construir uno más moderno en otra zona, y dada la edad de mi padre, le ofrecían, aunque la palabra “ofrecer” era un eufemismo, si así lo deseaba, quedarse a vivir en la pequeña casa del faro. En realidad lo que le ofrecían era una jubilación anticipada, sin embargo la posibilidad que poder seguir viviendo en la casa del faro no me parecía una idea descabellada.

Podríamos seguir viviendo en aquel lugar tan nuestro y que durante esos últimos años se había convertido en un pequeño universo poblado por dos hombres.

Durante varios días mi padre estuvo inquieto, seguía cuidando con mimo aquella luz, pero yo notaba que ya no era lo mismo. Algo parecido le ocurrió con un viejo disco de vinilo de la Callas, lo cuidaba, lo limpiaba con esmero, pero el sabía que el surco que iba dejando la aguja del tocadiscos de tanto oírlo, hacia mella poco a poco en esa superficie circular de color negro. Hasta que un día La Diva dejó de cantar. Lo sustituyó por uno nuevo pero ya no era lo mismo.

En caliente, con los nervios a flor de piel y las entrañas revueltas, es desaconsejable tomar alguna decisión y menos la correcta. Me tomé unos días para meditar posibles soluciones. Se me ocurrió la idea de poder mantener el faro como una atracción turística. Seguro que había gente interesada en ver un faro por dentro, incluso la vida del farero le podría parecer interesante.

No le dije nada a mi padre, pero un día, con una excusa cualquiera fui a la ciudad. Hablé con las autoridades marítimas, les presenté el proyecto, estuvimos reunidos bastante rato, al menos me escucharon. Dijeron que en un par de días recibiría contestación. Cumplieron su palabra. La idea les parecía correcta.

Así fue como mi padre y yo pudimos seguir viviendo en la isla. Obviamente dejé aparcado el tema de la universidad. Ahora no podía dejarlo solo. Me necesitaba, aunque no me lo dijera, igual que yo le necesité cuando mi madre murió. En esos duros momentos el fue la persona que me acogió en su alma, el fue el que, aun muriendo de amor, dejó sus sentimientos aparcados para consolarme a mí. Se lo debía.

Cuando le conté lo que iba a suceder a partir del momento en el que el faro dejara de funcionar, para mi sorpresa, no se alegró, no hizo ningún gesto que aliviara su dolor.
- un faro no es una atracción de feria – me dijo con semblante serio – un faro es una necesidad.

- ya, pero míralo de otra manera – respondí – podremos seguir viviendo aquí, en nuestra isla y tu podrás seguir cuidando de esta luz.

- no lo entiendes – respondió malhumorado – una luz es la que ilumina, la que sirve de guía. Ahora será como una vela sin llama, algo que sólo sirve para decorar, pero que si la quitas no implica que te vayas a quedar a oscuras.

Intenté hacerle entender que no era una mala opción, pero no hubo manera.

Pasé el invierno preparando itinerarios por la isla, instruyéndome sobre los antiguos faros, sobre su funcionamiento. Había temas que de tanto haberlos visto controlaba bastante bien, pero era consciente que podía venir alguna visita que hiciera preguntas, más o menos complicadas y en esos casos no quería hacer el ridículo.

Para mi padre fue duro ver como toda su vida se iba desmoronando poco a poco, como las fichas de un dominó, una detrás de otra. Me preocupaba su actitud. Cada vez subía con menos frecuencia a cuidar la vieja linterna y lo más preocupante, la música, algo que formaba parte básica de su vida, apenas ya sonaba. De vez en cuando lo único que hacía era ir a la pequeña huerta y ver como estaba la vieja bandera republicana.

Cuando llegó la época estival empezamos a recibir visitas, sorprendentemente más de las que hubiéramos pensado en un principio. En esos momentos, cuando los turistas llegaban a la isla mi padre se refugiaba en el interior de su pequeña huerta. Decía que él no formaba, ni deseaba formar parte de aquel circo.

En una de esas visitas vi como mi padre, como siempre, se dirigió a su cada vez más reducido mundo. Cuando se marcharon fui a avisarle que ya podía salir, que ya no quedaba nadie. Pero esta vez no contesto, no hubo ningún ruido. Mi padre estaba tumbado en el suelo, encogido, con los ojos abiertos mirando hacia ninguna parte, porque esta vez sí se había ido. Me arrodillé a su lado y con ternura le cerré los ojos. Lo cogí en brazos, lo llevé hacia la casa y una vez allí lo tumbé encima de su cama. En esos momentos hice dos cosas que sé que le hubieran reconfortado, puse la foto de mi madre entre sus manos y coloqué en el tocadiscos a su Diva.

Cerré un poco las ventanas, encendí un cigarro y me senté en la silla donde dejaba siempre su ropa. Así estuve durante no sé cuanto tiempo.

Recuerdo que después de unas horas me levanté, fui a la huerta y cogí su bandera. Envolví su cuerpo con una sabana blanca. Cogí la mochilla que un día me sirvió para traer juguetes a la isla, junto con la foto de mi madre, y en su interior puse un disco de vinilo, sus libros de poesía, su bandera, la foto del amor de su vida y una piedra de la isla.

Como los viejos piratas, lo llevé todo a la barca y en una pequeña cala lo dejé caer al mar. Tenía, y tengo, la pueril esperanza de que en su mundo encontrara una escuela de sirenas a las que poder leer poesía, de que sin duda encontrara un pequeño altar sobre el que posar la fotografía del amor de su vida, de que encontrará un arrecife de corar sobre el que posar su bandera republicana, de que a Neptuno le encantará su música…

No dije ninguna oración porque sé que no me lo hubiera perdonado, simplemente le leí un poema de Benedetti.

Regresé llorando a la isla, se acababa de ir pero su ausencia ya me abrumaba.

Pasé unos días ensimismado, contestando a las preguntas de las visitas como un autómata.

Hasta que un día…

6 comentarios:

guada dijo...

impresionada me tienes, admiro tu capacidad de captar los sentimientos
sigue asi
un besazo

xavi dijo...

GUADA:
Estarás cansada de que lo repita tantas veces pero gracias, una vez más por estar ahí, diciéndome esos magníficos piropos.

un beso

Jo dijo...

eres maravilloso no podria cansarme de constatarlo

xavi dijo...

JOLIE:
Muchas gracias haces que me sonroje. De verdad GRACIAS

un beso

Anónimo dijo...

Estoy igual de impresionada o mas...

Si no te atreves a publicar, algun dia te pedire que me hagas un pequeño libro de tus historias, y me lo mandes dedicado y todo.

xavi dijo...

ANONIMO:
Gracias por lo de atreverme a publicar, la verdad es que ya me lo está diciendo bastante gente, al final me voy a acabar creyendo que soy bueno (jajaja). Ahora en serio, no sabría por donde empezar. Historias tengo mil en la cabeza, las escribo y luego ¿qué hago con ellas?, por cierto espero que no me las copie nadie (jajaja)

un fuerte abrazo