De vez en cuando me gusta sacar la caja donde guardo libretas con anotaciones de antiguos viajes. Disfruto releyendo esas líneas porque me permiten revivir momentos que creía olvidados.
Al azar, o no, nunca se sabe hasta qué punto participa el destino en nuestras decisiones y/o elecciones, cojo un cuaderno de tapas duras de color azul. Al azar, o no, la hoja que se abre ante mí habla de una vieja taberna en un pequeño puerto pesquero donde tuve que refugiarme. Llevaba varios días navegando con viento fuerte y estaba realmente cansado. Necesitaba pisar tierra firme, comer algo caliente y dormir unas horas seguidas sin que pareciera que el mundo se hubiera vuelto loco y girara desacompasadamente.
Al azar, o no, nunca se sabe hasta qué punto participa el destino en nuestras decisiones y/o elecciones, cojo un cuaderno de tapas duras de color azul. Al azar, o no, la hoja que se abre ante mí habla de una vieja taberna en un pequeño puerto pesquero donde tuve que refugiarme. Llevaba varios días navegando con viento fuerte y estaba realmente cansado. Necesitaba pisar tierra firme, comer algo caliente y dormir unas horas seguidas sin que pareciera que el mundo se hubiera vuelto loco y girara desacompasadamente.
Amarré el barco al pantalán. No tardo en aparecer el marinero, un chico joven de buen aspecto. Amable me indicó donde estaban las oficinas del puerto, las duchas, etc. Le pregunté dónde podía comer algo…esa fue la primera vez que oí hablar de la vieja taberna del puerto.
Estuve bastante tiempo, aunque no sabría decir exactamente cuánto, debajo de la ducha. La sensación que proporciona el agua caliente resbalando por mi piel siempre me ha producido cierto estremecimiento, una especie de regeneración de sensaciones perdidas. Me gusta cerrar los ojos y abandonar mi cuerpo permitiendo que esa agua roce mi piel a su antojo. Después de un buen rato volví al barco, dejé toda la ropa, arreglé un poco el camarote y me dirigí a donde me había indicado el marinero. A la vieja taberna.
Los cristales del bar estaban empañados, lo cual no era de extrañar. En la calle hacía frío y supuse que el contraste con el calor de dentro era lo que provocaba esa condensación. No me equivoqué.
Al abrir la puerta unas cuantas conchas de mar colgadas del techo empezaron a chocar unas con otras produciendo un sonido agradable, al menos para mí.
En la barra había una señora de edad avanzada, rondando los setenta. Pelo blanco recogido en un moño, gafas, piel morena y curtida en contraste con su cabello. Esa mujer conservaba cierta belleza, pero lo que más me extrañó de ella era un tatuaje que tenía en la parte interior de su muñeca derecha, era una rosa de los vientos.
Había cinco mesas, en dos había cuatro hombres jugando a cartas, en otra, la que estaba situada al fondo del bar, estaba sentado un hombre, rondando los cincuenta, leyendo un libro. El resto de mesas estaban vacías. Nadie levantó la vista para ver quién era ese forastero que acababa de entrar en su territorio, lo cual me hizo pensar que estaban bastante acostumbrados a ver a gente de fuera. Hombres y mujeres que iban y venían sin dejar ningún rastro ni poso en sus vidas. Imaginaron que yo sería igual que los demás…lo cierto es que yo también lo imaginé.
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