jueves, 24 de abril de 2008

UNA SEMANITA DE DESCANSO

Este blog permanecerá cerrado por descanso desde el día 26 de abril hasta el 5 de mayo. Asi que portaros bien en mi ausencia y cuidaros mucho.
un saludo

martes, 22 de abril de 2008

EL JOVEN DEL FARO 5ª Parte y punto final.

PUBLICO LA 4 Y 5 PARTE SEGUIDAS PARA QUE NADIE SE QUEJE DE QUE OS HAGO ESPERAR. ESPERO QUE OS SORPRENDA.
Apareció ella en el alto del acantilado. Me extrañó, ya que normalmente nos solían avisar con varios días de antelación, de la visita de turistas.

- buenos días, ¿viene a visitar el faro? – pregunté.

- La verdad es que no sabía que se podía visitar- respondió ellapero ya que estoy aquí no me parece mala idea. En realidad – continuó diciendo – con este Poniente que se ha levantado he intentado buscar un refugio y al ver la isla he pensado que sería un buen lugar donde amarrar el barco. Luego he visto las escaleras y el faro y me he dicho “voy a dar una vuelta”.

No le faltaba razón, soplaba un viento de mil demonios y aunque el sol calentaba la piel, el viento era fuerte.

Me dijo que navegaba sola, era la única manera de que nadie le marcara el rumbo. Al parecer, como me dijo luego, también le gustaba navegar sola por la vida. Hace tiempo que se prometió a ella misma que no volvería a cometer el tremendo error de que ninguna persona le dijera hacia donde dirigir el timón.

Tendría unos treinta años, y a los ojos de un muchacho de dieciocho, era especialmente atractiva. Tenía el pelo corto, ondulado, moreno, una sonrisa que me pareció encantadora. En las mejillas, cada vez que se reía, que era muy a menudo, surgían como por arte de magia unos pequeños hoyuelos, Llevaba una camiseta blanca y de una de las mangas sobresalía un pequeño tatuaje, me dio la impresión que era la cola de una sirena, pero tampoco lo podría asegurar. Sus piernas eran largas, aunque no era excesivamente alta.

Empezamos la visita a la isla por el interior del faro, a la espera de que el viento amainase. La vista desde arriba la impresionó, como a todo el mundo. No pudimos estar mucho rato porque el viento impedía disfrutar con tranquilidad de esa visión mágica que hace que sucumbas al encanto del mar.

Bajamos a la casa y, dadas las condiciones climatológicas tan adversas, le dije que si quería un café. Me respondió que no, que del café sólo le gustaba el olor de cuando está recién hecho; pero sí aceptaba una infusión.

Se sentó en el sofá que normalmente ocupaba mi padre y yo me fui a la cocina. Puse música, concretamente Astrid Gilberto. Dejé todo preparado y volví a la sala. Ella se había levantado y estaba mirando las fotografías que yo tenía pegadas sobre un panel de corcho. Cuando murió mi padre, cambié un poco la decoración, ahora era todo menos informal y desde luego con muchos menos muebles, aunque si conservé los dos butacones.

- ¿tu padre? – preguntó indicándome con el dedo una de las muchas fotos que tenía de él.

- si, hace un año que murió, creo que de pena – maticé yo.


- ¿siempre has vivido en esta isla? – continuó preguntando mientras con el dedo índice jugaba con los caracoles de su pelo.
-
- a mi padre le destinaron a este lugar de farero y sí, siempre he vivido en esta isla.

Oí el ruido de la cafetera. Fui a la cocina y volví con su infusión y mi taza de café.
Estuvimos un rato en silencio, sólo se oía la música del Cd y el viento que soplaba fuera de la casa. Al final una pregunta suya interrumpió nuestros respectivos pensamientos.

- entonces ¿nunca has salido de la isla? – me preguntó extrañada.

- cuando iba al instituto me quedaba toda la semana en el internado y luego volvía los viernes. Me quedaba todo el fin de semana y los domingos regresaba. Ahora – continué explicándole – sino hubiera muerto mi padre estaría en la ciudad estudiando una carrera. Pero no me arrepiento, aquí estoy bien. Sin embargo a veces la soledad me pesa un poco, cuando eso ocurre cojo la barca y voy al pueblo. Es una opción ¿tu también viajas sola? – pregunté yo – y eso también es una opción.

Continuamos charlando de su vida y de mi vida. Desde luego la suya mucho más intensa que la mía. La conversación se fue animando, yo le conté anécdotas del internado, de la isla, de turistas venidos de países lejanos que sacan fotos a todo, turistas que parecen que sustituyen sus ojos y su memoria por cámaras de vídeo y de foto. Ella me contó sus peripecias en la mar, anécdotas curiosas. A mi me hacía gracia porque cuando yo hablaba su dedo no podía parar de enrollarse con su pelo.

- ¿sabes qué me apetecería ahora? – me preguntó – un vasito de vino rosado.

- ¡um! creo que guardo alguna botella, voy a mirar – respondí yo.

Volví a la sala, ya no estaba sentada en el sofá, mejor dicho seguía sentada, pero encima de sus piernas, acurrucada. Le ofrecí su copa y me dijo:

- brindemos por algo.

- por la libertad – respondí yo.

Seguimos bebiendo. La conversación se fue relajando, esos pequeños hoyuelos cada vez se hacían más presentes.

- pero hay una cosa que no tengo clara – me dijo ella – tienes dieciocho años, desde pequeño que vives aquí, casi nunca has salido de la isla, entonces ¿has estado con una mujer alguna vez?

Me lo preguntó con tanta naturalidad, con tal desparpajo que cualquiera que la hubiera oído pensaría que éramos amigos de toda la vida. Hizo esa pregunta tan personal como quién pregunta dónde está el baño. Me quedé perplejo, noté que los colores y calores de mi cara se amontonaban unos encima de otros…y, lo peor, es que ella se dio cuenta.

Se empezó a reir.

- ¡nunca has estado con una mujer! no me lo puedo creer – exclamó riéndose.

Me levanté del sillón, entre ofendido y avergonzado.

- te equivocas – la increpé - sí he estado con una mujer, pero la verdad – le dije mientras mi mirada se iba escapando hacia el suelo – es que sólo he estado con una y encima le pagué – mientras le respondía noté como voz iba bajando de tono, hasta llegar a ser casi imperceptible.

- ¡sólo has follado con una mujer y encima puta! – empezó de nuevo a reírse. Pero ahora esa risa me hacía daño. Esos pequeños hoyuelos que antes me gustaban se transformaron, a mis ojos, en auténticas trincheras de guerra.

Me sentí humillado. Tenía razón, había pagado por estar con una mujer y he de reconocer que me avergonzaba. Pero en esos momentos, cuando lo hice, quería saber que se sentía al rozar la piel de una mujer desnuda. A mi favor he de decir que me la pagaron mis amigos cuando cumplí los dieciocho años. Aunque eso no me exime de culpa.

Su risa cesó al darse cuenta que me estaba haciendo sufrir innecesariamente. Ahora la que se sentía incomoda era ella. Se levantó y vino hacia mí.

- lo siento, no pretendía herirte. Simplemente que me ha sorprendido tu respuesta.

La tenía exactamente delante de mí. Con sus manos cogió mi cabeza y la apoyó sobre sus hombros. Mi cara rozaba su cuello. Me separé de ella, lo suficiente para decirle que no sentí nada, que lo único que recuerdo con exactitud de ese día es el vació que provocó en mí.

Me cogió de la mano, salimos a la calle, el Poniente seguía soplando y el sol continuaba calentando la tierra de mi isla, me llevó a una de las paredes del faro que daba al mar.

Con suma ternura me despojó de mi camiseta. Mi espalda desnuda estaba pegada a la pared del faro, el sol me daba en la cara, con lo cual apenas podía abrir los ojos. Ella fue deslizando su lengua por mi frente, de un lado a otro, luego se deslizo sobre mis párpados cerrados, como una gota de agua resbalando sobre un pequeño montículo. Se dejó caer, por el vértice de mi nariz, para al final resbalar hacia mi boca. Su lengua bordeó mis labios, despacio, lentamente, yo intentaba con mi lengua encontrar su lengua, y cada vez que estaba apunto de rozarla ella la apartaba hábilmente.

- espera – me dijo suavemente, mientras con su mano tapaba mi boca.

Dejó su mano en mis labios y sí, me permitió lamer su palma, mientras ella iba desplazándose hacia mi pecho, zigzagueando como una serpiente de un lado al otro. Su lengua tenía una habilidad especial para moverse lentamente, tapando cada poro de mi piel.
Mientras mi lengua lamía ávidamente la palma de su mano. Mis dedos acariciaban su pelo negro, jugaban a enredarse en él, al tiempo que ella se agachaba.

Quitó su mano de mi boca, y fue resbalando, limpiando el surco que había dejado su lengua, hasta llegar a mis pantalones. Desabrochó un botón tras otro…lentamente, con una parsimonia, tranquilidad. En cambió, a mi esa quietud, no hacía más que acrecentar mis deseos de poseerla.

Hicimos el amor.

Exhaustos, desnudos, con el viento secando nuestro sudor, me dijo:

- “-------------------------------------------------------------------”

Yo le respondí:

- “----------------------------------------------------------------------“


Ahora dejo plena libertad para que cada una de las personas que lea esta historia la termine como mejor le plazca.

Espero que hayáis disfrutado tanto leyéndola como yo escribiéndola.


EL JOVEN DEL FARO 4ª Parte


Leí la carta con detenimiento. Una vez terminada de leer levanté la vista y vi a mi padre en la misma posición, cabizbajo y con la foto de mi madre estrechada entre sus manos. Me agaché y puse mis manos sobre sus rodillas, intentaba mirarle a los ojos, pero su mirada había desaparecido, él ya no estaba sentando en su sofá, ni siquiera estaba en la habitación y mucho menos en la isla. El, sin yo darme cuenta, se había ido y yo, por desgracia, no sabía dónde.

Seguí con una mano en su rodilla, con la otra le acaricié la mejilla. Con esos pequeños gestos intentaba decirle que no estaba solo, que me tenía a mí. Al final levantó la vista.

- ¿y ahora qué? – me dijo él – toda mi vida entregada a dar luz a navegantes perdidos y ahora… ¿quién me iluminará a mí?

En la carta ponía que el faro se cerraba, se había quedado anticuado e iban a construir uno más moderno en otra zona, y dada la edad de mi padre, le ofrecían, aunque la palabra “ofrecer” era un eufemismo, si así lo deseaba, quedarse a vivir en la pequeña casa del faro. En realidad lo que le ofrecían era una jubilación anticipada, sin embargo la posibilidad que poder seguir viviendo en la casa del faro no me parecía una idea descabellada.

Podríamos seguir viviendo en aquel lugar tan nuestro y que durante esos últimos años se había convertido en un pequeño universo poblado por dos hombres.

Durante varios días mi padre estuvo inquieto, seguía cuidando con mimo aquella luz, pero yo notaba que ya no era lo mismo. Algo parecido le ocurrió con un viejo disco de vinilo de la Callas, lo cuidaba, lo limpiaba con esmero, pero el sabía que el surco que iba dejando la aguja del tocadiscos de tanto oírlo, hacia mella poco a poco en esa superficie circular de color negro. Hasta que un día La Diva dejó de cantar. Lo sustituyó por uno nuevo pero ya no era lo mismo.

En caliente, con los nervios a flor de piel y las entrañas revueltas, es desaconsejable tomar alguna decisión y menos la correcta. Me tomé unos días para meditar posibles soluciones. Se me ocurrió la idea de poder mantener el faro como una atracción turística. Seguro que había gente interesada en ver un faro por dentro, incluso la vida del farero le podría parecer interesante.

No le dije nada a mi padre, pero un día, con una excusa cualquiera fui a la ciudad. Hablé con las autoridades marítimas, les presenté el proyecto, estuvimos reunidos bastante rato, al menos me escucharon. Dijeron que en un par de días recibiría contestación. Cumplieron su palabra. La idea les parecía correcta.

Así fue como mi padre y yo pudimos seguir viviendo en la isla. Obviamente dejé aparcado el tema de la universidad. Ahora no podía dejarlo solo. Me necesitaba, aunque no me lo dijera, igual que yo le necesité cuando mi madre murió. En esos duros momentos el fue la persona que me acogió en su alma, el fue el que, aun muriendo de amor, dejó sus sentimientos aparcados para consolarme a mí. Se lo debía.

Cuando le conté lo que iba a suceder a partir del momento en el que el faro dejara de funcionar, para mi sorpresa, no se alegró, no hizo ningún gesto que aliviara su dolor.
- un faro no es una atracción de feria – me dijo con semblante serio – un faro es una necesidad.

- ya, pero míralo de otra manera – respondí – podremos seguir viviendo aquí, en nuestra isla y tu podrás seguir cuidando de esta luz.

- no lo entiendes – respondió malhumorado – una luz es la que ilumina, la que sirve de guía. Ahora será como una vela sin llama, algo que sólo sirve para decorar, pero que si la quitas no implica que te vayas a quedar a oscuras.

Intenté hacerle entender que no era una mala opción, pero no hubo manera.

Pasé el invierno preparando itinerarios por la isla, instruyéndome sobre los antiguos faros, sobre su funcionamiento. Había temas que de tanto haberlos visto controlaba bastante bien, pero era consciente que podía venir alguna visita que hiciera preguntas, más o menos complicadas y en esos casos no quería hacer el ridículo.

Para mi padre fue duro ver como toda su vida se iba desmoronando poco a poco, como las fichas de un dominó, una detrás de otra. Me preocupaba su actitud. Cada vez subía con menos frecuencia a cuidar la vieja linterna y lo más preocupante, la música, algo que formaba parte básica de su vida, apenas ya sonaba. De vez en cuando lo único que hacía era ir a la pequeña huerta y ver como estaba la vieja bandera republicana.

Cuando llegó la época estival empezamos a recibir visitas, sorprendentemente más de las que hubiéramos pensado en un principio. En esos momentos, cuando los turistas llegaban a la isla mi padre se refugiaba en el interior de su pequeña huerta. Decía que él no formaba, ni deseaba formar parte de aquel circo.

En una de esas visitas vi como mi padre, como siempre, se dirigió a su cada vez más reducido mundo. Cuando se marcharon fui a avisarle que ya podía salir, que ya no quedaba nadie. Pero esta vez no contesto, no hubo ningún ruido. Mi padre estaba tumbado en el suelo, encogido, con los ojos abiertos mirando hacia ninguna parte, porque esta vez sí se había ido. Me arrodillé a su lado y con ternura le cerré los ojos. Lo cogí en brazos, lo llevé hacia la casa y una vez allí lo tumbé encima de su cama. En esos momentos hice dos cosas que sé que le hubieran reconfortado, puse la foto de mi madre entre sus manos y coloqué en el tocadiscos a su Diva.

Cerré un poco las ventanas, encendí un cigarro y me senté en la silla donde dejaba siempre su ropa. Así estuve durante no sé cuanto tiempo.

Recuerdo que después de unas horas me levanté, fui a la huerta y cogí su bandera. Envolví su cuerpo con una sabana blanca. Cogí la mochilla que un día me sirvió para traer juguetes a la isla, junto con la foto de mi madre, y en su interior puse un disco de vinilo, sus libros de poesía, su bandera, la foto del amor de su vida y una piedra de la isla.

Como los viejos piratas, lo llevé todo a la barca y en una pequeña cala lo dejé caer al mar. Tenía, y tengo, la pueril esperanza de que en su mundo encontrara una escuela de sirenas a las que poder leer poesía, de que sin duda encontrara un pequeño altar sobre el que posar la fotografía del amor de su vida, de que encontrará un arrecife de corar sobre el que posar su bandera republicana, de que a Neptuno le encantará su música…

No dije ninguna oración porque sé que no me lo hubiera perdonado, simplemente le leí un poema de Benedetti.

Regresé llorando a la isla, se acababa de ir pero su ausencia ya me abrumaba.

Pasé unos días ensimismado, contestando a las preguntas de las visitas como un autómata.

Hasta que un día…

domingo, 20 de abril de 2008

PREMIO POETAS DEL CORAZÓN


Gracias querida Ninfa por el premio, por haber pensado en mí. Como te he dicho en tu blog me encanta el premio, el nombre del premio y los motivos por los que me lo otorgas. Haces que me sienta orgulloso de mi mismo y te aseguro que en estos momentos eso es importántisimo, básico diría yo, para mí.




Un millón de gracias

sábado, 19 de abril de 2008

EL JOVEN DEL FARO 3ª Parte

Cuando terminó el verano no me quedó más remedio que, al menos durante la semana, dejar a mi padre solo en la isla. Tenía que empezar el curso lectivo, así fue como todos los domingos, una barca del pueblo venía a buscarme. Me quedaba interno en el colegio hasta que, por fin, llegaban los viernes. Las cinco de la tarde era mi hora de la libertad. Cogía la misma barca que me había traído y me llevaba de nuevo al faro.

Ahora, con el paso del tiempo, no recuerdo esos años de internado con tanta crudeza. Hubo, como en la vida, momentos malos y momentos buenos. Hice buenos amigos y muy buenos enemigos. También es importante tener enemigos que sepan estar a la altura. No vale cualquier contrincante, tiene que ser bueno porque cuando le vences la satisfacción es mucho mayor.

Cada viernes, al llegar a la isla mi padre ya estaba esperándome en lo alto del acantilado, junto a las escaleras. Al verme le cambiaba la cara, sus ojos e incluso el color de su piel. Entre él y yo, desde la falta de mi madre, se había establecido una complicidad especial. Nos unían tantas cosas, la poesía, la mar, el amor hacia una misma mujer y esa pequeña isla. Ese era nuestro País de Nunca Jamás, en él éramos capaces de inventar historias y personajes. Él me transmitió una manera de vivir, de sentir la vida, o mejor dicho, de comer la vida. De él admiraba muchas cosas pero sobre todo sus principios, sus valores, la lealtad, la amistad, solidaridad, respeto hacia los demás, independientemente del color de la piel o de su nacionalidad. Palabras y sentimientos que por desgracia, con el paso del tiempo, se han ido prostituyendo en boca de gente intolerante. Hombres y mujeres que ondean banderas y se creen con derecho a salvar mi patria, sin darse cuenta que hay personas que no tenemos patrias, que no deseamos tener una patria a quien salvar, mi patria es mi espíritu y la gente que me ama y amo.

Después de llegar a casa, en invierno, subía con mi padre al faro. Cuidaba esa luz, a sabiendas que la vida de los marinos, en las noches de bruma o temporal, era su salvación. Luego, ya en casa, encendíamos la chimenea y como un pequeño ritual, cada uno se sentaba en su sofá y me hacía explicarle como había transcurrido la semana. Siempre me preguntaba “esta semana ¿qué has aprendido?”, pero él no se refería a las materias educativas, no, él se refería a la vida, al comportamiento de la gente. Le hablaba de unos y de otros, de los compañeros y de los profesores. Él, antes de contestarme, se quedaba mirando el fuego y luego me decía “creo que en esto has hecho bien y en esto mal”, “esta situación la podrías haber enfocado de tal manera o de tal otra”. Le preocupaba mucho más mi actitud hacia los demás que lo que pudiera enseñarme cualquier profesor.

Mi padre era un hombre peculiar, un ejemplo a seguir.

Así fueron pasando los años con sus inviernos y veranos; hasta que terminé el colegio y llegó la hora de la Universidad. Tanto él como yo éramos conscientes de que tendría que ir a la ciudad, que seria totalmente imposible vernos los fines de semana, pero mi padre deseaba que yo estudiara una carrera. Ese fue un momento delicado en nuestra relación, yo quería quedarme con él y él quería que yo estudiara.

Al final le hice caso y un día fui a la ciudad a matricularme. Tuve que estar varios días y lo cierto es que por una parte me gustó descubrir esa urbe llena de gente, pero me decepcionó el darme cuenta de lo invisibles que podemos llegar a ser unos con otros.
El viaje de vuelta a la isla fue excitante, ardía en deseos de llegar y contarle a mi padre todo lo que había visto, lo que había hecho, me moría de ganas de darle un disco que le había comprado de María Callas, su diva, cantando “La Traviata” de Verdi.

Cuando llegué a la isla me sorprendió que no estuviera esperándome en el acantilado. Me extrañó más si cabe, porque le había avisado de mi hora aproximada de llegada. Era raro.

Subí las escaleras con cierta inquietud. En principio todo parecía normal, la bandera republicana ondeaba en su sitio, la huerta no parecía desatendida pero…no sé, tenía la sensación de que algo estaba pasando.

Cuando abrí la puerta de casa me encontré a mi padre cabizbajo sentado en su sofá. En las rodillas tenía posado un papel y entre sus manos, la foto de mi madre que yo tenía guardada detrás de la cajonera. El ver a mi padre en ese estado me causó un malestar difícil de explicar.

Al verme levantó la cabeza lentamente, hizo una mueca de resignación y al ver que yo miraba la foto… mi foto, me dijo:

- Yo supe desde el principio donde tenías esa fotografía, pero también sabía que tú la necesitabas más que yo, por eso no me importó que durmieras con ella y luego, al despertarte la guardaras. Cuando te ibas los domingos – continuó diciéndome – la fotografía la cogía yo y entonces hacía lo mismo que tú, la ponía debajo de mi almohada. Los viernes, con mimo, la envolvía y la dejaba donde tú la habías escondido.

Luego alargó su mano y me dio, temblando, el papel que tenía posado sobre sus rodillas.

Al leerlo me quedé estupefacto, no me lo podía creer...

jueves, 17 de abril de 2008

EL JOVEN DEL FARO 2ª Parte

Durante aquel primer verano en el faro, mi padre y yo nos pasábamos el día intentando adecentar, poco a poco, la que iba a ser nuestra nueva casa. La pintamos de blanco, tanto por dentro como por fuera. Un blanco inmaculado y puro. Las láminas de las ventanas de madera las pintamos de color verde. Ese color lo elegí yo. Antes de embarcarnos hacia el faro me fije que las casas de los pescadores del pueblo combinaban esos dos colores y me gustó, así que cuando mi padre me preguntó de qué color pintarías las ventanas, no dudé ni un segundo, las quería verdes

Aquel verano fue intenso, lleno de emociones contradictorias. Sin duda, la presencia de mi madre hubiera contribuido a que ese nuevo mundo fuera completo, sin carencias pero…aún así yo sabía que mi madre era la luz que alumbraba nuestro barco, ella era nuestra linterna, nuestra Torre de Hércules. Ella nos guiaba en los momentos de temporal igual que los barcos se guiaban por la luz brillante que emitía nuestro faro. Ambos servían de referencia.

Trabajábamos intensamente durante el día, incluso mi padre compró unas semillas con la intención de plantar una pequeña huerta; por cierto, fiel a sus principios, junto a las tomateras clavó un pequeño mástil desde ondeaba la bandera republicana. Así que entre la limpieza, recorrer la isla, la huerta… y el trabajo de farero cuando llegaba la noche mi padre estaba agotado. Sinceramente creo que lo hacía por que era la única manera que tenía de no pensar constantemente en mi madre.

Sé que se querían con locura, aún así he de reconocer que alguna vez les vi discutir. El motivo, en la mayoría de las ocasiones, era por que mi madre quería que fuera a misa todos los domingos, yo me negaba y mi padre, siempre, siempre me apoyaba. Él era republicano y ateo, mi madre monárquica y católica. Pero igual que les vi discutir alguna vez, también he de reconocer que una vez, sólo una vez les vi hacer el amor. No fue voluntariamente, y de hecho, en cierta manera, me avergüenzo de lo que hice.

Una noche no podía dormir, hacía calor, un calor pegajoso, un calor que hacía que las sábanas se convirtieran en tu segunda piel. Al final, cansado de dar vueltas me levanté y me asomé a la ventana. La noche era espléndida, incluso llegue a ver algún cometa, decidí subir a la terraza. Pensaba que mis padres estarían dormidos así que fui en silencio, cuando llegué a arriba, antes de poner el pie en el último escalón que daba acceso a la terraza vi a mis padres desnudos, tumbados en el suelo, besándose, moviéndose acompasadamente. Quería irme…pero no pude, era como si mis piernas se hubieran convertido en granito, me quedé inmóvil, sin hacer ruido, observando como mi madre se ponía encima de mi padre, como se movía, como de su boca salían unos ruidos ininteligibles, sonidos que no había oído nunca. Cuando terminaron de fundirse en un solo cuerpo se tumbaron uno al lado del otro, mirando hacia el cielo. Me fui asustado y confundido. En el colegio, entre los chicos habíamos hablado de sexo, incluso uno trajo una revista que le había robado a su hermano mayor. A mí, en aquella época, hacer “eso” me parecía sucio y, porqué no reconocerlo, me daba un poco de asco. El ver a mis padres haciendo “eso” hizo que durante unos días estuviera enfadado con ellos.

Jamás les volví a ver. Las noches que hacía mucho calor, en lugar de subir a la terraza, opté por tumbarme en el suelo de mi habitación.

Ahora que estábamos solos, mi padre, a pesar del cansancio, cuando llegaba la noche continuó con la misma costumbre que cuando vivía mi madre. Era curioso, ella me leía un pasaje de la Biblia y él me recitaba poesía. Las primeras noches intentó leerme algún pasaje del Antiguo Testamento pero…era incapaz. Mientras leía movía la cabeza de izquierda a derecha y viceversa, como negando lo que estaba leyendo. Así que optó sólo por su poesía.

Nos sentábamos en una pequeña atalaya, cerca de un acantilado, y allí me leía a Machado y especialmente a los poetas de la Generación del 27, Lorca, Alberti, Vicente Aleixandre… El único libro de poemas que me tenía prohibido leer era “20 poemas de amor y una canción desesperada” de Pablo Neruda. Como ocurre siempre con lo prohibido, yo le suplicaba que me leyera algún poema, no entendía qué misterio podía esconder ese libro. Mi padre me respondía, ante mi insistencia, que era demasiado joven para entender ciertas cosas, ciertas palabras y hechos.

Una de esas noches el faro se estropeó, por unos momentos dejó de emitir su intermitente luz. En cuanto oí que mi padre empezaba a subir las escaleras me fui a su habitación, ahí estaba lo prohibido, el pequeño tesoro. Con las manos temblorosas y el odio atento por si llegaba mi padre, abrí el libro. El primer poema se titulaba “CUERPO DE MUJER”, sólo me dio tiempo a leer la primera estrofa, decía así:

“Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,
te pareces al mundo en tu actitud de entrega.
Mi cuerpo de labriego salvaje te socava
y hace saltar el hijo del fondo de la tierra”

En aquella época tenía ya 16 años y, sinceramente, no entendía el motivo por el cual mi padre no me dejaba leer esos poemas. Estaba claro que un hombre y una mujer iban a hacer el amor, o al menos eso entendía yo, y ¿qué había de malo?

Imagino que mi padre aún me veía como un niño, incapaz de discernir, lo racional de lo irracional, incapaz de distinguir entre follar y hacer el amor…y seguramente tenía razón, a esa edad aún se confunden muchos términos.

Así fueron pasando los meses de verano, llegó septiembre y yo tenía que volver a mis estudios...

martes, 15 de abril de 2008

EL JOVEN DEL FARO 1ª Parte

Recuerdo que la primera vez que vi aquella pequeña isla con el faro en uno de sus extremos y la pequeña casa adosada a él, me fascinó. Su presencia inmensa y todopoderosa logró cautivarme. La luz que irradiaba, lenta y pausadamente, hizo que todo el disgusto y desazón que había provocado en mí el tener que dejar el pequeño pueblo, mis amigos… en definitiva todo lo que en aquella época me importaba, se transformara en admiración, Aquel gran faro aparecía ante mis ojos como una de las descomunales Torres de Hércules dando paso a un nuevo mundo.

Mi padre amarró la pequeña embarcación a uno de los hierros que sobresalía de las rocas. Junto al pequeño embarcadero había unas escaleras talladas en el acantilado que subían hasta la pequeña casa. El llevaba dos grandes maletas y yo una pequeña mochilla llena de libros, algún que otro juguete y escondido entre todo ello una foto de mi madre. Esa fotografía la estuvo buscando mi padre pero era tan especial para mí, que esa la quería yo. Quería conservarla, reservármela sólo para mí. Estaba tan hermosa, tan bella, que a mis ojos parecía que estuviera viva, mirándome con cariño. Durante muchas noches antes de irme a dormir colocaba esa foto debajo de mi almohada, cerraba los ojos y podía oír su voz recitándome poemas de Machado, contándome historias que sólo existían en su imaginación. Cuando me despertaba por las mañanas le daba un beso de buenos días y la guardaba, envuelta en un pañuelo, detrás de una cajonera. Ese fue durante mucho tiempo mi gran secreto; quizás el único secreto que existía entre mi padre y yo.

La casa estaba a oscuras, aún así, pequeños rayos de luz intentaban filtrarse por las ranuras de las persianas, pequeños resquicios que provocaban un juego de luces, mezclándose como los claro-oscuros de los cuadros de Goya, con las sombras y el polvo que cubría los muebles de la estancia.

Sólo había dos habitaciones, un baño y una cocina. Desde el interior de la casa se podía acceder al faro.

Tanto mi padre como yo abrimos de par en par todas las ventanas, queríamos que la luz, la hermosa luz del Mediterráneo y la brisa del mar entrarán a borbotones en esa desvencijada casa.

Dejamos las maletas y subimos al faro por unas escaleras de caracol. Desde arriba la vista era sublime, teníamos ante nosotros toda la costa. Era un día claro y soplaba el mistral, no había ni una nube, nada que impidiera divisar los pequeños pueblos situados a escasas millas de nuestra isla. El agua estaba tan limpia que se podía ver el fondo del mar, las diferentes tonalidades, el color marrón de la arena y el negro de las rocas, se distinguía con claridad el estrecho paso por el cual tenían que cruzar las embarcaciones para no embarrancar.

lunes, 14 de abril de 2008

GRACIAS...OS QUIERO


En primer lugar quiero dar las gracias por el premio a Gise. Sé que debería nombrar a cinco blogs, pero en estos momentos me sería imposible nombrar sólo a cinco, sería injusto por mi parte dejar a alguien fuera. Todos, en mayor o menor medida, formáis parte de mí.

En un momento determinado, os pedí paciencia, en el caso de que no escribiera o no dejara comentarios, os pedí que a pesar de todo no me abandonarais y no lo hicisteis. En esos momentos jodidos de mi vida habéis estado ahí y no os imagináis lo que me tranquilizaba, y me sigue tranquilizando, el pensar que detrás de una pantalla hay un montón de gente que me quiere y sobre todo que me aguanta cuando estoy mal.

Por todo ello os premio a todos vosotros, porque os quiero. Una vez el psicólogo me preguntó “¿Qué palabra es la que más te gusta decir?” y yo le respondí “TE QUIERO”, ahora os lo digo a vosotros:


¡OS QUIERO!

viernes, 11 de abril de 2008

LA LEYENDA DE LA CUEVA DEL LOBO MARINO


LA CUEVA DEL LOBO MARINO

Hace unos años, navegando por la costa, me sorprendió un levante, de forma inesperada mi génova se hinchó de tal manera que el barco empezó a cabecear de manera brutal, la proa se hundía y se levantaba al son de las olas. Me refugié en un pequeño puerto, no recuerdo el nombre, pero si recuerdo lo que sucedió.

Era de noche cuando entré en la pequeña taberna del puerto. No había luz, mejor dicho. la única luz la proporcionaba un pequeño candíl, una luz tan tenue que apenas permitía vislumbrar el interior del local. La taberna era pequeña, tanto que sólo había tres mesas. Me senté en la única que estaba libre.

En una de las mesas había dos hombres ya mayores, con arrugas en la cara, un rostro ennegrecido por ese color que proporciona el sol y la brisa de la mar. En la otra mesa había un hombre con unas gafas de cristal negro, tanto que no permitían ver sus ojos.

Uno de los hombres le dijo al otro, mirando de reojo al pescador de gafas oscuras.

- Seguro que hoy también ha ido a la Cueva.

Cuando los tres hombres se marcharon el camarero, un hombre mayor, me invitó a un vaso de ron y me contó la historia de la Cueva del Lobo Marino.

Dice así:

Era la joven más hermosa de la zona, todo el mundo la admiraba…y la deseaba. Decían que era tan bella como la luna llena en una noche de verano, tan linda como una flor en primavera, tan ágil en la mar como el salto de un delfín. Su cabello era negro, brillante, tan resplandeciente, tanto, que cuando salía del agua hacía daño en los ojos si te fijabas en él, era como pretender mirar directamente al sol. Sus piernas eran largas y estilizadas, su piel era tersa, limpia y suave como las olas que duermen plácidamente en la arena de la playa. Su piel olía a mar, a Mediterráneo, su aroma era tan especial que si cerrabas los ojos podías sentir su presencia.

Cuando llegaba el verano todas las noches se bañaba desnuda cerca de un acantilado, un acantilado recóndito, cerca de una cueva. Los lugareños la llamaban “La Cueva del Lobo Marino”.

En el pueblo, un joven pescador, estaba apasionadamente enamorado de ella, la admiraba. Cuando se cruzaba con ella por la calle se quedaba embobado oliendo su aroma. Una vez incluso pensó en comprar un pequeño bote de cristal e intentar atrapar ese perfume, guardarlo y por la noche, en la soledad de su cama, abrirlo para, de esta manera, sentir su presencia. Le hubiera gustado decirle tantas cosas, le hubiera gustado decirle “te amo con locura”. El deseaba con toda su alma sentirse amado pero sabía que eso era imposible. La bella joven jamás le dedicó una mísera palabra.

Una noche de verano, como tantas otras veces, ella se estaba bañando cerca de la cueva. El joven enamorado había conseguido seguirla sin que se diera cuenta. Se sentó cerca del acantilado. Desde arriba podía oler su aroma, su piel, podía oír como su cuerpo se hundía en el agua, podía oírla respirar pero no podía verla.

De repente, se levantó un fuerte viento, el levante empezó a soplar, el mar se embraveció…todo fue muy rápido. Una ola empujó a la joven contra las rocas, gritó, el oía como se golpeaba sin cesar contra las paredes cortantes del acantilado, ella seguía gritando…pero él no la veía, aún así se tiró a rescatarla. La noche era oscura, el viento rugía, parecía que el infierno había bajado a la tierra. El se guió por sus gritos, al final llegó donde ella…estaba rota, parecía una pequeña muñeca destrozada. Con esfuerzo consiguió llevarla hasta el interior de la cueva. El había estado alguna vez con su padre y sabía que en su interior había una pequeña playa.

La posó con cuidado sobre la arena, dulcemente, para que no terminara de romperse. Se quitó su ropa y con delicadeza, como si fuera un frágil cristal, la tapó. Mientras, esperó a que el temporal amainara.

Cuando la mar se calmó, salió de la cueva y nadando, guiándose por el acantilado llegó hasta el pueblo. Contó lo ocurrido y con una barca fueron a buscar a la hermosa joven, pero no encontraron a la bella mujer, encontraron un cuerpo con la cara destrozada, con las piernas quebradas…de ella sólo quedaba su aroma.

Intentaron curarla, devolverle su belleza, pero fue imposible. El mar que antaño tanto placer le había dado ahora le había robado su hermosura, su lozanía. La primera, y última vez que se miró al espejo se horrorizó. A duras penas andaba y su cara…no se reconocía. Su rostro se componía de piezas desencajadas.

Cuando iba por la calle ya nadie la miraba, nadie la deseaba…excepto el joven pescador. El la seguía amando con locura.

Un día se cruzaron por la calle, ella se acercó… él olió su aroma.

- Hazme un favor, llévame a la Cueva del Lobo Marino – le dijo ella – no soporto seguir viviendo así. Prefiero vivir sola, no quiero ningún cristal ni espejo que me recuerden lo que soy ahora. Odio la lastima y la compasión de la gente.

- para mí, eres igual que antes – dijo él – Antes no podía verte y ahora tampoco.

Ella le cogió la mano y se la pasó por su cara, Sus dedos empezaron a recorrer la frente, la nariz, la boca, los pómulos…

- ¿Qué notas ahora? – le dijo ella

- ¿Qué más da lo que noten mis dedos? – respondió él – Lo importante es lo que nota mi corazón, y mi corazón – siguió diciendo – nota que estas viva, que respiras, que sigues oliendo a mar, que te sigo amando, que no me importa tu cara ni la firmeza de tus piernas. Para mí, que nunca te he visto, sigues siendo la misma joven hermosa que se bañaba en el acantilado.

El joven pescador ciego, se quitó las gafas oscuras que siempre llevaba y le preguntó:

- y tú ¿qué ves?

- veo unos ojos que ven lo que los demás no saben ver.

Al final accedió a su deseo y la llevó a la Cueva del Lobo Marino. Ella jamás volvió a salir de ese lugar.

martes, 8 de abril de 2008

LA LEYENDA DEL COCOTERO


LA LEYENDA DEL COCOTERO

Os voy a hablar de otra leyenda, otra historia, la llaman en las Islas Fidji la Leyenda del Cocotero, y dice así:


Cuenta la historia que una de las islas de la Polinesia vivía un rey. El pueblo lo quería, lo apreciaba, era bueno y respetaba a todo el mundo; sin embargo el rey estaba triste. Los chamanes de la isla hicieron miles de conjuros para alegrarlo. El más viejo de los brujos le dijo:

- no puedes seguir viviendo solo, eso hace que tu corazón esté triste.

El rey, levantó la cabeza, le miró a los ojos y respondió:


- tu, el más antiguo de los chamanes, acaso no has visto en mis ojos que mi vida no puedo compartirla más que con una persona. Desde que la vi, mi corazón le pertenece.

- ¿quién es ella? – preguntó el brujo.

- Sina, la princesa de la otra isla. He hablado con ella, una y mil veces, y me aprecia pero…no está enamorada de mí – el rey agacho la cabeza para que su pueblo no le viera llorar – Hechicero tu que haces embrujos ayúdame.
Pasados unos días el brujo fue a ver al rey.

- ya tengo la solución, te convertiré en anguila y así podrás estar más cerca de ella.
Y así fue como el rey, ya convertido en anguila fue nadando hasta la Isla de la Princesa. Cuando llego a la isla estuvo varios días merodeando alrededor de su cabaña, un día Sina la vio. La acogió como su mascota, se encariñó con ella y de esta manera el rey cada día estaba cerca de su bella princesa.

Un día el rey le confesó la verdad, le dijo que él era la anguila y la amaba por encima de todas las cosas. Ella, huyo despavorida, aterrada, fue de isla en isla recorriendo todo el archipiélago. La anguila fue detrás, nadando alocadamente, intentando explicarle que la amaba hasta que, extenuada, entró en una profunda agonía. Su vida se acababa. La princesa, viendo lo que sucedía se acercó a él. El rey, el eterno enamorado, a punto de morir le dijo:

- entiérrame junto a tu cabaña y yo te llenaré de presentes para toda la vida.
En el lugar donde fue enterrada la anguila nació una hermosa planta, un árbol que le brindó a la Princesa sombra y techo con sus hojas. La madera conseguía darle calor en las frías noches de invierno.

De ese árbol brotó un fruto; un fruto con una corteza dura de color marrón por fuera pero blanco en su interior, con un gusto muy suave y con un líquido dulzón que al romperlo brotaba de su interior.

Al partir ese fruto producía un ruído, Sina sabía que era el rey enamorado pronunciando su nombre y que, al beber su líquido, era como besarlo.

Espero que os haya gustado esta hermosa historia tanto como a mí.

jueves, 3 de abril de 2008

LA LEYENDA DEL MARY-CELESTE


El 4 de diciembre de 1872, situado a 38º N y 13º W y a unas 210 millas naúticas de la ciudad de Lisboa, un velero de tres palos el Dei Gratia se encontró en alta mar con otra embarcación americana el Mary-Celeste. Desde el Dei Gratia hicieron los saludos de rigor; nadie respondió. Extrañados se acercaron al Mary-Celeste, intuían que algo raro estaba pasando, abordaron la embarcación, no se oía a nadie, no se veía a nadie. La tripulación del barco había desaparecido. Empezaron a mirar por los camarotes, las bodegas, nada, todo vacío, los camarotes intactos, no había signos de pelea o violencia por ningún lado, exceptuando el compás de dirección que se encontraba roto. Mirando con más detenimiento se dieron cuenta que sí faltaba una cosa, sólo una, el sextante del capitán y ¡ah¡ el último apunte en el cuaderno de bitácora databa del 24 de noviembre.

Nadie a fecha de hoy sabe qué pudo ocurrir con la tripulación del Mary-Celeste, así que cada uno saque su propia conclusión; yo desde luego tengo la mía.
Mi hipótesis es que ocurrió lo siguiente:

Mientras navegaban el vigía del barco observó como desde el agua surgía una bella figura, era una sirena. Desde su puesto gritó lo que estaba viendo, en esos momentos tanto el capitán como el resto de la tripulación se acercaron a la amura de babor para observar a esa hermosa figura. Ella los miraba, pero lo que más les cautivó fue su sonrisa, una sonrisa cálida, franca, una sonrisa que hipnotizaba, una sonrisa tan suave como el rumor del mar en las noches de verano…no podían dejar de mirarla.

Así estuvieron un buen rato, observando en silencio a esa figura que parecía gravitar en el agua. Pasados unos instantes desapareció, desde el barco pudieron ver como se sumergía al tiempo que una cola dorada empezaba a moverse suavemente. Uno de los marineros no pudo más, saltó y fue tras ella, tras esa sonrisa que los había cautivado; así unos detrás de otro. El capitán vio, perplejo, como toda su tripulación abandonaba la nave, sin embargo, él también se había convertido en prisionero de esa hermosa sirena.

Corrió hacia su camarote, cogió el sextante, volvió a la cubierta y se lanzó al mar. Ahora otra pregunta ¿por qué se llevó con él el sextante?, no hay que olvidar que sirve para medir la latitud gracias al sol y a la hora del día, entonces ¿para qué llevarlo?
Mi respuesta es la siguiente:

El mar no sólo esta compuesto de corales, de hermosos peces, de cuevas donde vive Neptuno, de alegres delfines, de voraces tiburones, de sirenas hermosas…en el mar, si se sabe ver, cuando la luna proyecta su luz sobre el negro del mar provoca que las estrellas resplandezcan con tanta luz, con tanta fuerza, que sustituyen al sol. El viejo capitán, gracias al sextante y a los pequeños astros pudo averiguar donde vivía esa hermosa sirena.

Sin embargo lo que no supieron, o quizás no pudieron, fue darse cuenta que aunque nades alocadamente detrás de una sirena ella jamás podrá entregarse a ti. Ella es de otro mundo, un mundo mágico.

Cuando yo era pequeño, un día pescando con mi abuelo, me dijo que la única manera de romper el encantamiento de una sirena es intentar arrancarle una pequeña escama dorada de su larga cola…cuando el Dei Gratia llegó al puerto de Gibraltar se dieron cuenta que en la proa de la nave había una pequeña escama dorada. Quizás algún marino sabía la misma historia que mi abuelo e intento romper el encantamiento…pero lo que no sabía el enamorado marino es que una vez que te enamoras de una sirena no hay nada que puedas hacer porque aunque no lo sepas su espíritu estará ya siempre dentro de ti.

miércoles, 2 de abril de 2008

MIS AMORES...y por fin la 3ª Parte

TERCER AMOR


La primera vez que vi a la que es hoy mi mujer fue el verano que andaba haciendo “locuras”, tantas que ni siquiera supe darme cuenta que ella estaba allí. El segundo verano ya fue diferente, ella tenía 18 años y yo a punto de cumplir 21. Estaba preciosa, la piel morena, el pelo negro y unos ojos…

Ella veraneaba en casa de su tía que, casualidades de la vida, vivía en la misma calle que yo. Recuerdo ese verano por las veces que me asomé a la ventana para ver si la veía, al final pasó lo de siempre, empezó a salir con mi hermana y acabó saliendo conmigo.

Cuando terminaron las vacaciones ella tuvo que volver a su ciudad. Durante un año nuestros amigos fueron el teléfono, las cartas y el tren. Una vez al mes iba a verla y las doce horas de viaje se hacían eternas, pero mucho más para ir que para volver. Sin embargo ambos sabíamos que así no podíamos seguir, que tarde o temprano las cartas tardarían más en contestarse y que las llamadas telefónicas se harían más esporádicas.

Pero no sólo eso, una relación se merece algo más que papel y voz, una relación se merece estar cada día con la persona que amas, saber cómo son sus días malos y sus días buenos, saber cómo te despierta por las mañanas y te dice “te quiero” con un suave roce en los labios, saber cómo coge tu mano y entrelaza sus dedos con tus dedos hasta hacer una sola mano; una relación se merece algo más que una despedida en un andén o buscar entre la gente que baja del vagón, buscar desesperadamente con tus ojos sus ojos para formar una sola mirada, una relación, nuestra relación, se merecía lo que hice: les dije a mis padres que me iba a esa ciudad, pero no a pasar una temporada, me iba a vivir.

Tenía 21 cuando me fui y debo agradecer a mis padres lo que me dijeron. No me pusieron ninguna pega, no les pedí nada, miento, les pedí que confiaran en mí. Mi padre, a pesar de ser un hombre parco a la hora de mostrar sentimientos, recuerdo que me dijo “cuando quieras puedes volver… pero haces bien en intentarlo”.

El tren salió a las 23:00 horas, tengo ese viaje perfectamente grabado en mi interior. Recuerdo cuando llegué a esa ciudad a la mañana siguiente. Estaba nublado, el cielo gris, medio lloviendo. Esa noche del mes de septiembre me marché de mi pueblo y hasta hoy. Luego vino la universidad, el trabajo, la boda y dos maravillosas hijas.

Echo de menos la mar, el olor a sal, la barca, a esos dos hombres limpiando las redes, mi playa… pero eso lo llevo en el corazón y cuando cierro los ojos imagino que esa barca sigue atracada a puerto y a esos dos hombres limpiando las redes.

martes, 1 de abril de 2008

PREMIO CALIDEZ

Gracias querida Sara por este premio.