Durante aquel primer verano en el faro, mi padre y yo nos pasábamos el día intentando adecentar, poco a poco, la que iba a ser nuestra nueva casa. La pintamos de blanco, tanto por dentro como por fuera. Un blanco inmaculado y puro. Las láminas de las ventanas de madera las pintamos de color verde. Ese color lo elegí yo. Antes de embarcarnos hacia el faro me fije que las casas de los pescadores del pueblo combinaban esos dos colores y me gustó, así que cuando mi padre me preguntó de qué color pintarías las ventanas, no dudé ni un segundo, las quería verdes
Aquel verano fue intenso, lleno de emociones contradictorias. Sin duda, la presencia de mi madre hubiera contribuido a que ese nuevo mundo fuera completo, sin carencias pero…aún así yo sabía que mi madre era la luz que alumbraba nuestro barco, ella era nuestra linterna, nuestra Torre de Hércules. Ella nos guiaba en los momentos de temporal igual que los barcos se guiaban por la luz brillante que emitía nuestro faro. Ambos servían de referencia.
Trabajábamos intensamente durante el día, incluso mi padre compró unas semillas con la intención de plantar una pequeña huerta; por cierto, fiel a sus principios, junto a las tomateras clavó un pequeño mástil desde ondeaba la bandera republicana. Así que entre la limpieza, recorrer la isla, la huerta… y el trabajo de farero cuando llegaba la noche mi padre estaba agotado. Sinceramente creo que lo hacía por que era la única manera que tenía de no pensar constantemente en mi madre.
Sé que se querían con locura, aún así he de reconocer que alguna vez les vi discutir. El motivo, en la mayoría de las ocasiones, era por que mi madre quería que fuera a misa todos los domingos, yo me negaba y mi padre, siempre, siempre me apoyaba. Él era republicano y ateo, mi madre monárquica y católica. Pero igual que les vi discutir alguna vez, también he de reconocer que una vez, sólo una vez les vi hacer el amor. No fue voluntariamente, y de hecho, en cierta manera, me avergüenzo de lo que hice.
Una noche no podía dormir, hacía calor, un calor pegajoso, un calor que hacía que las sábanas se convirtieran en tu segunda piel. Al final, cansado de dar vueltas me levanté y me asomé a la ventana. La noche era espléndida, incluso llegue a ver algún cometa, decidí subir a la terraza. Pensaba que mis padres estarían dormidos así que fui en silencio, cuando llegué a arriba, antes de poner el pie en el último escalón que daba acceso a la terraza vi a mis padres desnudos, tumbados en el suelo, besándose, moviéndose acompasadamente. Quería irme…pero no pude, era como si mis piernas se hubieran convertido en granito, me quedé inmóvil, sin hacer ruido, observando como mi madre se ponía encima de mi padre, como se movía, como de su boca salían unos ruidos ininteligibles, sonidos que no había oído nunca. Cuando terminaron de fundirse en un solo cuerpo se tumbaron uno al lado del otro, mirando hacia el cielo. Me fui asustado y confundido. En el colegio, entre los chicos habíamos hablado de sexo, incluso uno trajo una revista que le había robado a su hermano mayor. A mí, en aquella época, hacer “eso” me parecía sucio y, porqué no reconocerlo, me daba un poco de asco. El ver a mis padres haciendo “eso” hizo que durante unos días estuviera enfadado con ellos.
Jamás les volví a ver. Las noches que hacía mucho calor, en lugar de subir a la terraza, opté por tumbarme en el suelo de mi habitación.
Ahora que estábamos solos, mi padre, a pesar del cansancio, cuando llegaba la noche continuó con la misma costumbre que cuando vivía mi madre. Era curioso, ella me leía un pasaje de la Biblia y él me recitaba poesía. Las primeras noches intentó leerme algún pasaje del Antiguo Testamento pero…era incapaz. Mientras leía movía la cabeza de izquierda a derecha y viceversa, como negando lo que estaba leyendo. Así que optó sólo por su poesía.
Nos sentábamos en una pequeña atalaya, cerca de un acantilado, y allí me leía a Machado y especialmente a los poetas de la Generación del 27, Lorca, Alberti, Vicente Aleixandre… El único libro de poemas que me tenía prohibido leer era “20 poemas de amor y una canción desesperada” de Pablo Neruda. Como ocurre siempre con lo prohibido, yo le suplicaba que me leyera algún poema, no entendía qué misterio podía esconder ese libro. Mi padre me respondía, ante mi insistencia, que era demasiado joven para entender ciertas cosas, ciertas palabras y hechos.
Una de esas noches el faro se estropeó, por unos momentos dejó de emitir su intermitente luz. En cuanto oí que mi padre empezaba a subir las escaleras me fui a su habitación, ahí estaba lo prohibido, el pequeño tesoro. Con las manos temblorosas y el odio atento por si llegaba mi padre, abrí el libro. El primer poema se titulaba “CUERPO DE MUJER”, sólo me dio tiempo a leer la primera estrofa, decía así:
“Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,
te pareces al mundo en tu actitud de entrega.
Mi cuerpo de labriego salvaje te socava
y hace saltar el hijo del fondo de la tierra”
En aquella época tenía ya 16 años y, sinceramente, no entendía el motivo por el cual mi padre no me dejaba leer esos poemas. Estaba claro que un hombre y una mujer iban a hacer el amor, o al menos eso entendía yo, y ¿qué había de malo?
Imagino que mi padre aún me veía como un niño, incapaz de discernir, lo racional de lo irracional, incapaz de distinguir entre follar y hacer el amor…y seguramente tenía razón, a esa edad aún se confunden muchos términos.
Así fueron pasando los meses de verano, llegó septiembre y yo tenía que volver a mis estudios...