El otro día mis ojos se perdieron entre los cráteres de la luna. Una luna inmensa, imperfecta como un diamante sin tallar pero no por eso con menos valor. Mis ojos se perdieron en sus cráteres imperfectos, en sus montes y sus lagunas, todos ellos transformados en tatuajes pintados sobre la superficie blanca que la recubre. Abrí mis brazos de par en par, esperando que su luz tape cada una de mis imperfecciones.
Miré la luna y sentí envidia de ella porque ella estaba acompañada de planetas y estrellas. Planetas repletos de sueños y de estrellas enamoradas. Miré la luna y sentí envidia de ella por la capacidad de atracción que tiene sobre todos nosotros. Ella atrae, ella ama y es amada, ella observa y la observan, ella se deja querer y mimar. Es cierto que está poco tiempo entre nosotros, solo unas horas, pero son intensas, tanto como los minutos que se comen los amantes enredados en piel y sudor, enredados en manos y brazos, enredados en labios y lenguas, enredados en un amor mortal, porque te sientes morir cuando la persona que amas se sienta delante de ti desnuda de tapujos y vergüenzas y te muestra todo su cuerpo, incluso sus imperfecciones, si es que hay imperfecciones en la persona que amas y te dice “ámame” mientras sus dedos se pierden en una nuca erizada.
Miré la luna y vi un ángel celeste llorando porque la soledad había invadido su espacio vital, sus penumbras y sus miedos. Vi un ángel celeste llorando por lo que no tenía, por lo que ansiaba y porque era perfectamente consciente que esa pena que le invadía difícilmente se iría de su alma.
La otra noche miré hacia el cielo, busqué la luna y no estaba…y la eché tanto de menos.
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