“¿Dónde ir con tu sangre de mar exasperado,
con tu acento de mar y tu revuelta lengua clamorosa
de mar cuya ternura no comprenden las piedras?
¿Dónde?... Y fuiste a la tierra”
Miguel Hernández
Cuando dejé el móvil encima de la mesa fui consciente de que seguramente esa sería la última vez que hablaba con ella. Lo más triste de todo es que durante la conversación llegué a intuir que jamás volvería a oír su voz y no fui capaz de decirle nada importante, o al menos algo que valiera la pena recordar. Quizás es que en el fondo me daba igual. Lo que no sé, ni sabré nunca, es si ella también sabía que esa sería nuestra última conversación.
Salí del camarote, hastiado de todo, me fui hacia la proa del barco y levanté la vista al cielo. Estaba lloviendo, el agua caía fuerte, con rabia, pero me dio igual empaparme, incluso pensé en que ese líquido lograría purificar mi alma, o al menos limpiar el dolor que en esos momentos recorría mi cuerpo. El agua se mezclaba con mis lágrimas, me sorprendió notar ese sabor salado en mi boca, esas lágrimas me desconcertaron porque, en realidad, no tenía ningún motivo para llorar; o si lo había yo no lo sabía.
Todo era extraño, ella, la conversación, mis sentimientos, o mis no sentimientos, mi rabia, mi indolencia, mi dolor, mis lágrimas sin motivo. La verdad es que desde hacía tiempo todo en mi vida era anormal. Sin saber ni cómo ni por qué en los cimientos que sustentaban mi existencia se fueron abriendo grietas, transformándose de pequeñas líneas a grandes cauces de ríos, cavidades cóncavas por las que se iban arrastrando todas mis miserias…y mis ilusiones. Y yo ahora estaba ahí, de pie en mi barco, agarrado a la jarcia, con mi mirada perdida en el gris de las nubes, con mi cuerpo empapado, sin capacidad de pensar, agotado y con ganas de parir una nueva vida.
- ¡eh! Amigo ¿se encuentra bien?
Me giré, en el pantalán vi a uno de los marineros del puerto con su chubasquero amarillo mirándome atónito.
- Si, perfectamente.
Quité las defensas y los cabos de amarre. Arranqué el motor.
- ¡con este temporal no puede salir!
Dirigí la proa del barco hacia la salida del puerto, mientras, cerré las escotillas para que no entrara agua en el interior del barco y, contraviniendo todas las normas, icé la mayor junto con el tormentín con la clara intención de enfrentarme a esa mar que tantas veces había amado y que ahora me avisaba, con sus olas y vientos, que no la retara, que no era momento de navegar…pero no podía volver a puerto. Me sentí como esos asesinos que desafían a la policía y van dejando pistas porque en el fondo quieren que los pillen, así estaba yo, poniéndoselo fácil a la mar para que me venciera. Ahora o nunca.
En el momento en que rompió la primera ola en mi proa noté que el móvil se movía acompasadamente en el interior de mi pantalón, el barco cabeceó bruscamente, el móvil insistía pertinaz…
con tu acento de mar y tu revuelta lengua clamorosa
de mar cuya ternura no comprenden las piedras?
¿Dónde?... Y fuiste a la tierra”
Miguel Hernández
Cuando dejé el móvil encima de la mesa fui consciente de que seguramente esa sería la última vez que hablaba con ella. Lo más triste de todo es que durante la conversación llegué a intuir que jamás volvería a oír su voz y no fui capaz de decirle nada importante, o al menos algo que valiera la pena recordar. Quizás es que en el fondo me daba igual. Lo que no sé, ni sabré nunca, es si ella también sabía que esa sería nuestra última conversación.
Salí del camarote, hastiado de todo, me fui hacia la proa del barco y levanté la vista al cielo. Estaba lloviendo, el agua caía fuerte, con rabia, pero me dio igual empaparme, incluso pensé en que ese líquido lograría purificar mi alma, o al menos limpiar el dolor que en esos momentos recorría mi cuerpo. El agua se mezclaba con mis lágrimas, me sorprendió notar ese sabor salado en mi boca, esas lágrimas me desconcertaron porque, en realidad, no tenía ningún motivo para llorar; o si lo había yo no lo sabía.
Todo era extraño, ella, la conversación, mis sentimientos, o mis no sentimientos, mi rabia, mi indolencia, mi dolor, mis lágrimas sin motivo. La verdad es que desde hacía tiempo todo en mi vida era anormal. Sin saber ni cómo ni por qué en los cimientos que sustentaban mi existencia se fueron abriendo grietas, transformándose de pequeñas líneas a grandes cauces de ríos, cavidades cóncavas por las que se iban arrastrando todas mis miserias…y mis ilusiones. Y yo ahora estaba ahí, de pie en mi barco, agarrado a la jarcia, con mi mirada perdida en el gris de las nubes, con mi cuerpo empapado, sin capacidad de pensar, agotado y con ganas de parir una nueva vida.
- ¡eh! Amigo ¿se encuentra bien?
Me giré, en el pantalán vi a uno de los marineros del puerto con su chubasquero amarillo mirándome atónito.
- Si, perfectamente.
Quité las defensas y los cabos de amarre. Arranqué el motor.
- ¡con este temporal no puede salir!
Dirigí la proa del barco hacia la salida del puerto, mientras, cerré las escotillas para que no entrara agua en el interior del barco y, contraviniendo todas las normas, icé la mayor junto con el tormentín con la clara intención de enfrentarme a esa mar que tantas veces había amado y que ahora me avisaba, con sus olas y vientos, que no la retara, que no era momento de navegar…pero no podía volver a puerto. Me sentí como esos asesinos que desafían a la policía y van dejando pistas porque en el fondo quieren que los pillen, así estaba yo, poniéndoselo fácil a la mar para que me venciera. Ahora o nunca.
En el momento en que rompió la primera ola en mi proa noté que el móvil se movía acompasadamente en el interior de mi pantalón, el barco cabeceó bruscamente, el móvil insistía pertinaz…