Hacía un día precioso, la mar era un espejo que reflejaba violentamente los rayos del sol, apenas soplaba un poniente suave, pero lo suficiente para que el génova se hinchara y permitiera a mi barco rozar el agua, con cuidado de no hacerle daño, con cuidado de no quebrar esa perfección azul. Me acerqué a la costa, a una pequeña cala, que según la carta náutica tenía la profundidad suficiente como para poder fondear. Aún hay lugares a los que únicamente se puede acceder desde el mar, evitando de esta manera aglomeraciones. Gente que transforma lugares mágicos en un infierno de toallas y sombrillas.
Mientras la proa se dirigía hacia ese lugar, en mi barco sonaba “Soulería”, el último Cd de Pitingo. Estaba ensimismado observando la playa, el bosque mediterráneo que llegaba hasta la misma arena cuando sonó el móvil. Era mi amigo (el que tiene el blog “caminando hacia itaca”) justo acababa de salir de la sesión del psicólogo y me llamaba para decirme cómo le había ido la sesión. Me dijo que le habían rebajado la medicación, en lugar de tres pastillas ahora sólo debía tomar dos. También me dijo que le había propuesto al psicólogo empezar a trabajar. La verdad es que mi amigo tiene una profesión, o vocación, un tanto “especial” (por calificarlo de alguna manera); ante la propuesta de incorporarse al trabajo el psicólogo le dijo que no, que le veía aún con “hilvanes”, capaz de romperse en cualquier momento, así que lo mejor, según él, era esperar a que pasara el verano. Eso, me dijo, mi amigo le desanimó pero, entendió la respuesta del profesional. Paciencia – le respondí yo. Al tiempo que le deseaba lo mejor.
Cuando terminé de hablar con él me di cuenta que ya estaba cerca de la orilla. Eche el ancla y me tiré al agua.
Deseaba fundirme con el gran azul, llegar a formar parte de él en una comunión completa. Llegué nadando hasta la orilla, me tumbé boca arriba en la arena mojada, notando como el agua se filtraba por mi espalda. Puse los brazos en cruz – fue un acto no premeditado – y en esa posición intenté vomitar todo lo que llevaba en mis entrañas. Sacar lo malo, o al menos todo aquello que me provocaba angustia. Después de estar un rato tumbado como Cristo en la cruz, me senté, puse mi cabeza entre las rodillas y las manos agarradas a mis piernas. Cerré los ojos, lo único que notaba era como el agua cubría mis pies, pero mi cabeza volaba a cientos de kilómetros, imaginando si Itaca sería igual. Si tendría esas playas solitarias y vírgenes; preguntándome cómo sería aún el camino que me quedaba por recorrer; cuestionándome las decisiones tomadas hasta ese momento, ¿estaría solo en Itaca?, esa fue la única pregunta que respondí rápido y con decisión, no. Después de todo el camino era imposible que llegara a Itaca yo solo, me convencí a mi mismo que como Ulises Penélope estaría esperándome.
No sabría decir con exactitud cuánto tiempo estuve en la orilla. Al final me incorporé, miré a mi espalda. Era curioso como esos pinos habían conseguido llegar hasta la misma playa. Caminé por la arena mojada, era relajante notar como mis pies se hundían lo suficiente como para dejar las huellas de mis pisadas. Formas que con el vaivén del agua se difuminaban. Borrando toda señal de mi paso por encima de esa alfombra marrón.
En un momento, levanté la vista hacia el acantilado y fue entonces cuando vi, a unos quince metros de altura, un muro blanco. Me extrañó ver esa construcción. En realidad no desentonaba con el ambiente, era rústica, antigua (o al menos lo parecía), lograba una simbiosis cuasi perfecta con el ambiente. Mi extrañeza venía dada por la dificultad que debió llevar el construir en ese lugar, la verdad es que me producía cierta, o mejor dicho, mucha curiosidad, averiguar cómo pudieron ser capaces de edificar en un lugar tan inhóspito como ése. Tampoco se veían escaleras que permitieran el acceso a la playa. Eso me desconcertó ¿para qué tener una casa en un lugar tan privilegiado si no puedes disfrutar de la fina arena que tienes unos metros más abajo? y ya no sólo disfrutar de la arena sino del gran azul, de esas aguas aún cristalinas.
¿Cómo debía ser – me pregunté – la persona que se hace construir algo en un lugar tan especial como ese y no disfruta plenamente de él? Es como si te dicen, “toma esta hermosa goleta, es tuya, obsérvala, pero no te subas en ella porque no puede navegar”. Tener algo al alcance de la mano, rozarlo con la punta de los dedos, pero jamás llegar a tocarlo debe de producir una sensación, cuanto menos, contradictoria.
Me sentí atraído por esa casa, me acerqué más hacia la base del acantilado, estaba completamente absorto mirando ese muro, tanto que cuando me quise dar cuenta las plantas de mis pies descalzos empezaron a quemarme. Di unos pasos hacia el agua a fin aliviar la quemazón que producía la arena. Fue en esos momentos, mientras me mojaba los pies, cuando me di cuenta que de un lateral de la pequeña cala, en el acantilado, se abría entre las rocas un pequeño agujero. Desde luego una persona puesta en pie era imposible que cupiera, el que quisiera entrar tenía que hacerlo de rodillas.
Me quedé mirando de nuevo a la casa, se encontraba justo encima de donde se hallaba el agujero. Sin duda ese ere el lugar por donde el propietario, o propietarios, de la finca accedían a la playa.
Me arrodillé, encendí el mechero y rapté hacia lo que se suponía que debía ser la casa. El agujero, minúsculo en su entrada, se fue anchando a medida que iba ascendiendo, tanto que llegó un momento en que pude incorporarme. Llevaría unos quince metros de ascenso, cuando al girar un pequeño recodo, la luz del día me cegó.
Había llegado arriba.