Dice la canción “el norte va con ella” y sí, al menos mi norte va con ella, porque ella es mi rosa de los vientos. Ella es la que marca una y otra vez el rumbo a seguir. Ya no miro el mapa para señalar un destino, ya no lo necesito, ahora lo que hago es mirar sus ojos para saber por dónde ir, ahora miro sus ojos para que me indiquen dónde están las sirenas. Sirenas que se sumergen en océanos profundos, en mares profundos. Sirenas que esperan y desesperan para que Neptuno se persone ante ellas y acaricie cada una de sus escamas doradas. Aunque puede ocurrir que esos ojos no existan más que en mi imaginación, en una imaginación de niño, de adulto, de marinero cansado, de marinero derrotado por temporales quizás también imaginados. Ojos arrancados del cementerio donde descansan otros ojos esperando que alguien los mire. Ojos azules, ojos marrones, ojos verdes, ojos negros e incluso ojos invisibles, ojos que forman miles de espejos quebrados, trocitos de espejo que marcan mi norte…o no.
Mi norte va con ella porque ella es mi norte, mi sur, mi este y mi oeste. Ella sola es capaz de marcar los cuatro puntos cardinales. Ella marca el ocaso y el amanecer. Ella es y no es. Ella está y no está…o quizás está y no sé encontrarla. Quizás está demasiado cerca y mis ojos, de tan cerca que está, no saben verla, ni mis manos saben tocarla, ni mis dedos saben saborearla y mi lengua se pierde por ese territorio inhóspito que es su piel, su suave piel, sus suaves pechos…o quizás no exista ni ella, ni su suave piel, ni su húmeda lengua, ni siquiera esos pequeños pechos que sobresalen de su cuerpo, de un cuerpo que de existir estaría rebosante de deseo y de lujuria.
Ella esperándome rota de deseo, yo esperándola muerto de deseo. Ella esperándome llena de calor, yo esperándola aterido de frío. Ella Penélope, yo Ulises y al final Ítaca. Siempre Ítaca al principio y al final. Siempre Ítaca en mi mar, en mi alma, en cualquier parte de mi cuerpo tatuado de viejas heridas de guerra. Una guerra en la que, como en todas las guerras, no hay ni vencedores ni vencidos, ni muertos ni vivos, ni siquiera heridos. Guerra que es como el amor arrancado de las entrañas de supervivientes que ni siquiera saben que son supervivientes porque ya no buscan vivir, ni luchar, solo buscan abandonarse a determinados momentos que pueden llegar a ser, o no ser, mágicos.
Sin embargo me pregunto si existen esos momentos o quizás, al igual que ella, al igual que su cuerpo, esos momentos solo existen en mi imaginación. En una imaginación arrancada de un sueño baldío, inocente y quizás no tan transparente como debería ser, y sinceramente, quizás no sea tan inocente como debería ser.
Amor luchado en mil batallas, amor roto en mil campos de batalla, amor con armas y sin armas, amor desarmado, amor vencido y amor derrotado, amor entregado y amor robado, amor adultero y amor permitido, amor prohibido y amor aceptado por ambas partes…o quizás no. Quizás jamás aceptemos un amor que no sea nuestro, un amor que no nos pertenezca porque lo hemos gastado de tanto nombrarlo, de tanto usarlo, de tanto sobarlo sin miramientos, amor brusco y de tan brusco roto en mil pedazos, como las miles de estrellas que brillan en los firmamentos mágicos de las noches claras de verano. La Osa Mayor, la Osa Menor y al final tu, mi Norte… o quizás no.
Quizás no seas ni mi norte, ni mi sur, ni mi este, ni mi oeste, quizás, y digo solo quizás porque las dudas me atenazan, puede ocurrir que ni siquiera existas y mi norte sea yo. Yo mismo sin necesidad de nada, sin otras pieles que no sean la mía, sin otra mar que no sea mi mar, sin otro silencio que no sea mi silencio. Ojos que ya no están porque en realidad nunca estuvieron y si estuvieron fue solo un momento, un paso fugaz, una mirada fugaz…en el cementerio de los ojos.